miércoles, 12 de mayo de 2010

Tuvo nombre el hombre que quise. Llegué a pronunciarlo. Y luego se escapó de mi boca espantado de miedo.

Él la dejó. Como deja todas las cosas. Sin más, bajó las escaleras que conectaban con la puerta del hall del edificio, y se marchó con una mueca de nostalgia.
Su vida era completa y ordenada, nada le hacía falta. En cada conquista se regocijaba enalteciendo la tiranía, mirando por encima de su nariz como quien cata un triunfo. Se sentía feliz y dichoso de poder elegir entre tanta similitud de cuerpos sin vida.
Ella lo había perdido desde el principio. Lo supo: Ese hombre no era para nadie. Sin embargo, confiaba en sus ojos llenos de excusas. Sabía de su temor. Del temor desgarrador que cargaba sobre su espalda: no poder amar, jamás.
Ella siendo tan flor jazmín, lo hacía estremecer. En venganza, él la aplastaba, la masticaba, la destruía hasta volverla nada. La nada misma. Fastidiado por su voz áspera y su amor empalagoso de madrugada, su aliento carmín, sus pecas tenues sobre la piel blanca. Aquellas desgracias de las que ya no podía desprenderse.
Pensó fríamente. Gatilló y cerró la puerta.
Sabiendo que sería infinita, bajó los peldaños.

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