viernes, 1 de octubre de 2010

Este silencio cruel de noche, te lo dedico. Esta amargura de fruta marchita. Este aliento entrecortado por el asma de mi fueye más íntimo. Esta mentira desparramada en mi cara sin humanidad por tus tenebrosas palabras destructoras. Este pecho duro que soporta tu pie triunfador.
Este dolor de niña herida, es tuyo. Esta pérdida de mujer.
Estos brazos que extrañan tu cuerpo cálido con olor a café, te amarran hasta el fin de esta vida y más allá.

viernes, 23 de julio de 2010


Podría haberle dicho que no. Las mujeres sabemos como hacerlo. Un gesto, una mirada al horizonte de indiferencia. Podría haber hecho algo distinto y no lo hice. Sabía muy bien por que me atraía esa mirada dulce detrás de los lentes desde el momento en que empezó a hablar. Quizás antes de que se presentase y tomara asiento. La misma perversión. Mi espejo.
No sé como fue. No recuerdo si primero me miró. Pero sé que en un momento la vida nos encontró mandándonos cartas llenas de palabras inentendibles para la razón.
Sé perfectamente que me imagina. Me recuerda por partes. Mi pelo en el viento. Mis pies descalzos. Mi sonrisa oculta.
Yo no lo recuerdo. Sólo sigo sus palabras, y me adentro, y juego con ellas.
Le escribo para saber cómo está. Me contesta cordialmente. Me seduce. Insisto. No me voy a ninguna otra parte. Me habla de sí, es humilde. Pareciera no importarle los 20 años de más que lleva encima. Tropieza las palabras, las naufraga. Nada de lo que dice es nuevo. El señor ya la miraba desde los tiempos de clases. Y desde entonces esperaba un reencuentro. Sabía de ese reencuentro.
Le hablo de viajes y mentiras. Nunca le digo que soy triste. El me imagina en un tour por el Sena con sombrero, sonrisa y anteojos oscuros, tan glamourosa como nunca fui. Y entonces juego, y mantengo su ilusión de Hombre. Y le hablo de París y la sensualidad sublime que envuelve sus calles con miel. Y el arte que decora el preludio de las escenas de amor... y del perfume que llama, y esconde, y desaparece. Y otra vez llama. Y esconde. Y desaparece.
A veces me invade una enorme ansiedad, y me paseo por la habitación deseando que pase el tiempo, la llegada de una nueva frase que alimente mi espera, recorriendo sus palabras varias veces como haría con su cuerpo si lo tuviera enfrente.
Siempre contesta. Habla de deseo. Dice todo. Algo lo seduce al punto de perder el control de sus palabras. Se frena. No firma. No escribe su nombre. No se hace cargo de su deseo enloquecedor, de sus ganas de partirla en una mesa de ese aula del pasado, de morder su senos chicos lentamente, hasta morir abrazado a su ternura pequeña. Sus frases son respetuosas, temerosas. Mide sus palabras. Dice y no dice. Llora entre líneas.
Todo se remonta a aquella época, en la que se iluminaban los días en la facultad. Mirada y sonrisa. Silencio. Como profesor, se regía por las reglas de la institución.
Mi madre entra a la habitación mientras escribo. Sabe que hago algo prohibido. No sabe que escribo sobre un hombre apenas seis años menor que ella. Esa es mi perversión. La presiente. Por eso se instala. Debo ser solo de ella. Ni siquiera de mi padre. Ni de otro. Solo suya.
De pronto la pasión hace laguna. No se deja llevar. Se detiene y pregunta. A quién le escribe. A una niña. A una mujer. A alguien que vivió la mitad de su vida. Que no sabe nada. Que no sabe de amor. Y se desgarra. Se apasiona otra vez. Con su cuerpo frágil. Su mirada asechante. Y la besa, la desnuda muy lento. Y huele su cuerpo dulce. De niña. Y penetra a la mujer. La hace mujer. En su fantasía.
Yo me siento perdida. Su cuerpo se me representa enorme. Como un monumento. Se me ocurre pensar que no entraría en mi cuerpo. Que no sabría como actuar cuando, extenuado por la exitación, sus ojos saltones se cerraran de golpe y murmurara su boca hermosa de placer. Entonces me silencio. Dejo pasar los días. Me enfermo. De amor. Imposible.
Me dice que muere con mi silencio.
No respondo. Le hablo de otra cosa, de mi angustia. De que perdí mi voz, me la robaron, la abandone en algún deseo de otro. Y él me acusa. Me reprueba. Por no considerarlo. Por hablar sólo de mi. Me increpa: Quién me hizo creer la estupidez de que la voz fuera mía? Me perfora. Lo Deseo.
Quiere verme. Tanta sinceridad me aterra. Nunca lo veré. Ni siquiera cuando reconozca que lo deseo. Le cuestiono qué quiere de mi, por qué me busca tan intrépidamente. Responde que quiere todo. Como hasta en lo más mínimo. No comprendo.
Hace pinturas. Desearía que me pinte desnuda. Que me estuviera pintando en este momento en que escribo sobre él. Que me imagine al hacer los trazos. Me gustaría posar para él. Que me mire detrás del atril, que me desee en esa pequeña distancia. Provocarlo.
Entonces le escribo. Que no. Que jamás sucedería.

miércoles, 12 de mayo de 2010


Corrí por las calles desesperada, perseguida por los fantasmas de mi arcaica memoria. Por aquella oscuridad de mi alma de la que nada sé.
Oí mis pasos retumbar en el asfalto. Sentí el olor nauseabundo de la muerte desafiando mi instinto de supervivencia una vez más. Y corrí más rápido.
Segundos de ventaja para hacer sin especular. Para olvidar mi cabeza que me abomba de pensamientos inútiles a todas horas del día.
La noche se volvió sobre mi sofocante. Y el agujero cada vez más inmenso.
Los límites de mi cuerpo y del mundo exterior desaparecieron de pronto. Me sentí parte de la creación abrumadora del universo. De este cúmulo de conocimientos culturales que acarrea el mundo desde hace tantos siglos y del que yo sólo soy un eslabón, una nimiedad intrascendente, un punto en el mapa. Cargué sobre mi espalda las millones de vidas pasadas que llevo andadas y seguí.
Mi cuerpo vivenció la sensación indemne de asfixia de aquella vez en que fui ahorcada despiadadamente por ser una mujer audaz.
Siento un dolor en el cuerpo y caigo. Escucho el grito lejano de alguien que gesticula exageradamente pero no me detengo. Necesito volver a mi hogar.
Vomito la indignidad de aquellas manos que se adjudican el poder de disponer de la muerte a su merced.
Una vez más, renazco.

Jugando a las escondidas, me oculté detrás de un árbol de quinotos.
Hice ausencia.
Me borré del paisaje.
Entonces me senté en la tierra húmeda y lloré desconsolada.
Porque no soporto no colmar todos los espacios.
Lloré todavía más por los quinotos que ya cayeron del árbol.
El goce de una Mujer aterra.
Hay que matarla.
- Puta.

Idea.
Fija.
Directriz.
Manipuladora.
Despiadada.
Que me carcome el cuerpo.
Hilo de pensamiento monótono y técnico
que imposibilita el amor.
Que entumece la pasión
de los otros.
Medusa vomitiva.
Melancolía.
Culpa de haber nacido.
De ser sexuada.
Ruinas destruidas.
Amarre a aquellos vestigios de buenos tiempos venideros.
Ahora que todo parece pasible de ser perdido.
Que la muerte existe y acecha.
El pasado, benévolo edén donde habitar.
Contaminada de sangre rasgada, tus rasguños
ira derramada sobre mi cuerpo pequeño
me defiendo en silencio
estoy mas armada que cualquiera

Si tu boca escupe fuego
la mía canciones
es mas poderoso el amor
porque en su andar pequeño construye

Sé público. En mi escenario no hay más espacio.
Cuando Charly habla, dice.
Charly habrá sido, tal vez, la persona más idónea que he conocido para vivir esta vida. La más digna.
Quizás por ese modo de evitar la farsa en su máximo exponente. Por esa esquiva forma de ser quien es sin pedir permiso. Casi insolentemente, ser dulce sin parecer débil. Sin ser débil.
Charly no es poesía. Es un huracán de sensaciones momentáneas. Una suerte de barrilete sin asta. Un atropello de palabras que se unen en un hilo de mermelada. La ambivalencia de la simpleza en lo complicado, como un yin y un yang.
Belleza despótica, inspiradora. Un anclaje en la locura. Un punto telepático.
Recuerdo esas tinieblas desconocidas, de las que nada entendí en mi infancia. Aquella mano negra, el borron del mapa. Un abandono no intencionado. Silencioso enigma de voces que yo no escucho.
Cuando Charly decide morir, no muere.
Grita desaforado un sensacional estreno en el Luna Park.
Nosotros no entendemos.
En este punto, lamento ser normal.
Cuando Charly es verdad, no parece creíble.

Algún día moriré desagotada del cúmulo de palabras, cuando éstas ocupen mayor volumen que la vida presente que circula allá afuera.
Habré sido tierra fértil. Habré hecho públicos mis errores, sometiéndome al cadalso de la piedra.
Escupiré mi réquiem. Dejando una huella.
Una impronta que es mía.
Mi palabra original.
El aire del bosque. El rocío que moja lo íntimo.
La sensación de despojarnos de lo humano.
El hombre. Turbio. Me domina.
Toma el control bajo la luna porque teme.
Me abandono al libre albedrío.
Me entrego a su Deseo.
Me confío a sus Manos.
Se entrecruzan dos bocas hambrientas.
Desatino de arriesgar todo en un instante
para perder la dignidad.
Se retira cobarde.
Deshonrado.
Desterrado de mis labios.
Hombre con gusto a bandoneón. Te acercaste con pasos serenos. A tempo. Me avanzaste y te plantaste ahí, con tu mirada negra, negra oscura como la noche, brusca.

“Sacá tus sucios dedos de mi mejilla.
Afiladas tus manos de bandoneón, marcaron surcos…”

Tu precisión me puede. Señor. Joven. Mezcla atrevida. Gritaste HOMBRE desde todo tu cuerpo. Y yo que escucho bien, no pude evitar voltear mi cara para mirarte.
Usted no es quien parece. Qué firmeza. Hasta lo dejaría que me lleve, mire. Como lleva a su compañera.

“…entonces aprovechaste el instante,
compadreando a tu adversario.
Te guiñe un ojo y fui irresistible…”

Bailando usted es sexo.
...Y les juro que todo él ya no responde a si. Esta entregado. Entregado al ritmo del baile, a esa pasión desmesurada. Y yo lo sé, porque al mirarlo, me enciende.

“¿Bailas para mi? O acaso tus ojos se desviaron sin querer...”

Mirada puñal al suelo. El es quien decide.
Compenetrado en la danza, olvidó que lo miro.

“…Y habiendo esquivado mi saludo, con la frente alta, parco, distante... se acercó rotundo y rozó mi mejilla con mirada cómplice.”

¿Lo olvidaste? No… pero no bailas para mí.


Ella baila para mí.



“Sacá tus sucios dedos... o no...”


Con mi sensibilidad cristal, te ruego encogida.
Que te quedes. Que por favor no te vayas.
Mi voz retumba y resuena estruendosa.
Me agarro de vos, (te suplico)
Te clavo las uñas, (te exijo)
Te muestro mi careta de gigante, (te amenazo).

Me abrazas. Te apoyas en mi hombro. Te desprendes de mí jurando que me amas, pero que nunca vas a volver.

Nos miramos sin tiempo.

Lloramos reflejados el miedo que todo lo puede. Que arrasa con todo. Que deja la dignidad devastada.
Siento el peso de tu mirada negra.

Me deslizo al tacto.

Me vuelvo una pluma. Una pluma que hace cosquillas.

Desearía matarte.

Calmar este sufrimiento con tu ausencia definitiva.

Desearía una ausencia irreparable en el universo y el fin.

Desearía ser otra, no existir. Mentirte. Haberte olvidado. Despojarme.

Desearía no desear.

No ser mujer.

Confío en tu cuerpo plástico. En tus agujeros de hombre lastimado por la vida.
Me apoyo en tu espalda firme. En tu verdad sostenida erecta.
Amo la verdad en tu voz.
Necesito tu mano estable para soportar el peso de mis años siniestros.
Busco tu alegría para compartir las risas con las mías y hacer un dúo armónico de energías vibrantes.
Siento el miedo honesto de mi cuerpo entero, estremecido, que repite en tu cara las caras de los miles que no fueron, de los intentos errados, de la maldad hecha carne.
Me ubico a tu lado, con el deseo de construir juntos un lugar donde estar. Un espacio de aire y de amor. De verdad. De manos cálidas entrelazadas.
Merecidas manos de amor. Merecida tu dulzura y la mía. Por un mundo mejor.
Tuvo nombre el hombre que quise. Llegué a pronunciarlo. Y luego se escapó de mi boca espantado de miedo.

Él la dejó. Como deja todas las cosas. Sin más, bajó las escaleras que conectaban con la puerta del hall del edificio, y se marchó con una mueca de nostalgia.
Su vida era completa y ordenada, nada le hacía falta. En cada conquista se regocijaba enalteciendo la tiranía, mirando por encima de su nariz como quien cata un triunfo. Se sentía feliz y dichoso de poder elegir entre tanta similitud de cuerpos sin vida.
Ella lo había perdido desde el principio. Lo supo: Ese hombre no era para nadie. Sin embargo, confiaba en sus ojos llenos de excusas. Sabía de su temor. Del temor desgarrador que cargaba sobre su espalda: no poder amar, jamás.
Ella siendo tan flor jazmín, lo hacía estremecer. En venganza, él la aplastaba, la masticaba, la destruía hasta volverla nada. La nada misma. Fastidiado por su voz áspera y su amor empalagoso de madrugada, su aliento carmín, sus pecas tenues sobre la piel blanca. Aquellas desgracias de las que ya no podía desprenderse.
Pensó fríamente. Gatilló y cerró la puerta.
Sabiendo que sería infinita, bajó los peldaños.

Fue violento conocerte.

Miré a través de tus ojos misericordiosos y supe que habías sido un de ellos. En esa seriedad distante, en esa especie de parca resolución de ser correctamente frío, y en ese espacio que nos unía y nos separaba hasta volvernos extraños, te reconocí.
Y supe que estuviste ahí. Ahí plantado, con el arma cargada. Y fuiste uno de ellos.

Silenciosamente te observo. Te recuerdo. Te reconstruyo.

Te toco, a veces.

Sos el enemigo de mi pueblo. Sos la destrucción de mi sangre. Y lloro.

Violentamente te deseo. Deseo caer en esas manos, ser ahorcada hasta morir.