miércoles, 12 de mayo de 2010


Corrí por las calles desesperada, perseguida por los fantasmas de mi arcaica memoria. Por aquella oscuridad de mi alma de la que nada sé.
Oí mis pasos retumbar en el asfalto. Sentí el olor nauseabundo de la muerte desafiando mi instinto de supervivencia una vez más. Y corrí más rápido.
Segundos de ventaja para hacer sin especular. Para olvidar mi cabeza que me abomba de pensamientos inútiles a todas horas del día.
La noche se volvió sobre mi sofocante. Y el agujero cada vez más inmenso.
Los límites de mi cuerpo y del mundo exterior desaparecieron de pronto. Me sentí parte de la creación abrumadora del universo. De este cúmulo de conocimientos culturales que acarrea el mundo desde hace tantos siglos y del que yo sólo soy un eslabón, una nimiedad intrascendente, un punto en el mapa. Cargué sobre mi espalda las millones de vidas pasadas que llevo andadas y seguí.
Mi cuerpo vivenció la sensación indemne de asfixia de aquella vez en que fui ahorcada despiadadamente por ser una mujer audaz.
Siento un dolor en el cuerpo y caigo. Escucho el grito lejano de alguien que gesticula exageradamente pero no me detengo. Necesito volver a mi hogar.
Vomito la indignidad de aquellas manos que se adjudican el poder de disponer de la muerte a su merced.
Una vez más, renazco.

Jugando a las escondidas, me oculté detrás de un árbol de quinotos.
Hice ausencia.
Me borré del paisaje.
Entonces me senté en la tierra húmeda y lloré desconsolada.
Porque no soporto no colmar todos los espacios.
Lloré todavía más por los quinotos que ya cayeron del árbol.
El goce de una Mujer aterra.
Hay que matarla.
- Puta.

Idea.
Fija.
Directriz.
Manipuladora.
Despiadada.
Que me carcome el cuerpo.
Hilo de pensamiento monótono y técnico
que imposibilita el amor.
Que entumece la pasión
de los otros.
Medusa vomitiva.
Melancolía.
Culpa de haber nacido.
De ser sexuada.
Ruinas destruidas.
Amarre a aquellos vestigios de buenos tiempos venideros.
Ahora que todo parece pasible de ser perdido.
Que la muerte existe y acecha.
El pasado, benévolo edén donde habitar.
Contaminada de sangre rasgada, tus rasguños
ira derramada sobre mi cuerpo pequeño
me defiendo en silencio
estoy mas armada que cualquiera

Si tu boca escupe fuego
la mía canciones
es mas poderoso el amor
porque en su andar pequeño construye

Sé público. En mi escenario no hay más espacio.
Cuando Charly habla, dice.
Charly habrá sido, tal vez, la persona más idónea que he conocido para vivir esta vida. La más digna.
Quizás por ese modo de evitar la farsa en su máximo exponente. Por esa esquiva forma de ser quien es sin pedir permiso. Casi insolentemente, ser dulce sin parecer débil. Sin ser débil.
Charly no es poesía. Es un huracán de sensaciones momentáneas. Una suerte de barrilete sin asta. Un atropello de palabras que se unen en un hilo de mermelada. La ambivalencia de la simpleza en lo complicado, como un yin y un yang.
Belleza despótica, inspiradora. Un anclaje en la locura. Un punto telepático.
Recuerdo esas tinieblas desconocidas, de las que nada entendí en mi infancia. Aquella mano negra, el borron del mapa. Un abandono no intencionado. Silencioso enigma de voces que yo no escucho.
Cuando Charly decide morir, no muere.
Grita desaforado un sensacional estreno en el Luna Park.
Nosotros no entendemos.
En este punto, lamento ser normal.
Cuando Charly es verdad, no parece creíble.

Algún día moriré desagotada del cúmulo de palabras, cuando éstas ocupen mayor volumen que la vida presente que circula allá afuera.
Habré sido tierra fértil. Habré hecho públicos mis errores, sometiéndome al cadalso de la piedra.
Escupiré mi réquiem. Dejando una huella.
Una impronta que es mía.
Mi palabra original.
El aire del bosque. El rocío que moja lo íntimo.
La sensación de despojarnos de lo humano.
El hombre. Turbio. Me domina.
Toma el control bajo la luna porque teme.
Me abandono al libre albedrío.
Me entrego a su Deseo.
Me confío a sus Manos.
Se entrecruzan dos bocas hambrientas.
Desatino de arriesgar todo en un instante
para perder la dignidad.
Se retira cobarde.
Deshonrado.
Desterrado de mis labios.
Hombre con gusto a bandoneón. Te acercaste con pasos serenos. A tempo. Me avanzaste y te plantaste ahí, con tu mirada negra, negra oscura como la noche, brusca.

“Sacá tus sucios dedos de mi mejilla.
Afiladas tus manos de bandoneón, marcaron surcos…”

Tu precisión me puede. Señor. Joven. Mezcla atrevida. Gritaste HOMBRE desde todo tu cuerpo. Y yo que escucho bien, no pude evitar voltear mi cara para mirarte.
Usted no es quien parece. Qué firmeza. Hasta lo dejaría que me lleve, mire. Como lleva a su compañera.

“…entonces aprovechaste el instante,
compadreando a tu adversario.
Te guiñe un ojo y fui irresistible…”

Bailando usted es sexo.
...Y les juro que todo él ya no responde a si. Esta entregado. Entregado al ritmo del baile, a esa pasión desmesurada. Y yo lo sé, porque al mirarlo, me enciende.

“¿Bailas para mi? O acaso tus ojos se desviaron sin querer...”

Mirada puñal al suelo. El es quien decide.
Compenetrado en la danza, olvidó que lo miro.

“…Y habiendo esquivado mi saludo, con la frente alta, parco, distante... se acercó rotundo y rozó mi mejilla con mirada cómplice.”

¿Lo olvidaste? No… pero no bailas para mí.


Ella baila para mí.



“Sacá tus sucios dedos... o no...”


Con mi sensibilidad cristal, te ruego encogida.
Que te quedes. Que por favor no te vayas.
Mi voz retumba y resuena estruendosa.
Me agarro de vos, (te suplico)
Te clavo las uñas, (te exijo)
Te muestro mi careta de gigante, (te amenazo).

Me abrazas. Te apoyas en mi hombro. Te desprendes de mí jurando que me amas, pero que nunca vas a volver.

Nos miramos sin tiempo.

Lloramos reflejados el miedo que todo lo puede. Que arrasa con todo. Que deja la dignidad devastada.
Siento el peso de tu mirada negra.

Me deslizo al tacto.

Me vuelvo una pluma. Una pluma que hace cosquillas.

Desearía matarte.

Calmar este sufrimiento con tu ausencia definitiva.

Desearía una ausencia irreparable en el universo y el fin.

Desearía ser otra, no existir. Mentirte. Haberte olvidado. Despojarme.

Desearía no desear.

No ser mujer.

Confío en tu cuerpo plástico. En tus agujeros de hombre lastimado por la vida.
Me apoyo en tu espalda firme. En tu verdad sostenida erecta.
Amo la verdad en tu voz.
Necesito tu mano estable para soportar el peso de mis años siniestros.
Busco tu alegría para compartir las risas con las mías y hacer un dúo armónico de energías vibrantes.
Siento el miedo honesto de mi cuerpo entero, estremecido, que repite en tu cara las caras de los miles que no fueron, de los intentos errados, de la maldad hecha carne.
Me ubico a tu lado, con el deseo de construir juntos un lugar donde estar. Un espacio de aire y de amor. De verdad. De manos cálidas entrelazadas.
Merecidas manos de amor. Merecida tu dulzura y la mía. Por un mundo mejor.
Tuvo nombre el hombre que quise. Llegué a pronunciarlo. Y luego se escapó de mi boca espantado de miedo.

Él la dejó. Como deja todas las cosas. Sin más, bajó las escaleras que conectaban con la puerta del hall del edificio, y se marchó con una mueca de nostalgia.
Su vida era completa y ordenada, nada le hacía falta. En cada conquista se regocijaba enalteciendo la tiranía, mirando por encima de su nariz como quien cata un triunfo. Se sentía feliz y dichoso de poder elegir entre tanta similitud de cuerpos sin vida.
Ella lo había perdido desde el principio. Lo supo: Ese hombre no era para nadie. Sin embargo, confiaba en sus ojos llenos de excusas. Sabía de su temor. Del temor desgarrador que cargaba sobre su espalda: no poder amar, jamás.
Ella siendo tan flor jazmín, lo hacía estremecer. En venganza, él la aplastaba, la masticaba, la destruía hasta volverla nada. La nada misma. Fastidiado por su voz áspera y su amor empalagoso de madrugada, su aliento carmín, sus pecas tenues sobre la piel blanca. Aquellas desgracias de las que ya no podía desprenderse.
Pensó fríamente. Gatilló y cerró la puerta.
Sabiendo que sería infinita, bajó los peldaños.

Fue violento conocerte.

Miré a través de tus ojos misericordiosos y supe que habías sido un de ellos. En esa seriedad distante, en esa especie de parca resolución de ser correctamente frío, y en ese espacio que nos unía y nos separaba hasta volvernos extraños, te reconocí.
Y supe que estuviste ahí. Ahí plantado, con el arma cargada. Y fuiste uno de ellos.

Silenciosamente te observo. Te recuerdo. Te reconstruyo.

Te toco, a veces.

Sos el enemigo de mi pueblo. Sos la destrucción de mi sangre. Y lloro.

Violentamente te deseo. Deseo caer en esas manos, ser ahorcada hasta morir.