viernes, 23 de julio de 2010


Podría haberle dicho que no. Las mujeres sabemos como hacerlo. Un gesto, una mirada al horizonte de indiferencia. Podría haber hecho algo distinto y no lo hice. Sabía muy bien por que me atraía esa mirada dulce detrás de los lentes desde el momento en que empezó a hablar. Quizás antes de que se presentase y tomara asiento. La misma perversión. Mi espejo.
No sé como fue. No recuerdo si primero me miró. Pero sé que en un momento la vida nos encontró mandándonos cartas llenas de palabras inentendibles para la razón.
Sé perfectamente que me imagina. Me recuerda por partes. Mi pelo en el viento. Mis pies descalzos. Mi sonrisa oculta.
Yo no lo recuerdo. Sólo sigo sus palabras, y me adentro, y juego con ellas.
Le escribo para saber cómo está. Me contesta cordialmente. Me seduce. Insisto. No me voy a ninguna otra parte. Me habla de sí, es humilde. Pareciera no importarle los 20 años de más que lleva encima. Tropieza las palabras, las naufraga. Nada de lo que dice es nuevo. El señor ya la miraba desde los tiempos de clases. Y desde entonces esperaba un reencuentro. Sabía de ese reencuentro.
Le hablo de viajes y mentiras. Nunca le digo que soy triste. El me imagina en un tour por el Sena con sombrero, sonrisa y anteojos oscuros, tan glamourosa como nunca fui. Y entonces juego, y mantengo su ilusión de Hombre. Y le hablo de París y la sensualidad sublime que envuelve sus calles con miel. Y el arte que decora el preludio de las escenas de amor... y del perfume que llama, y esconde, y desaparece. Y otra vez llama. Y esconde. Y desaparece.
A veces me invade una enorme ansiedad, y me paseo por la habitación deseando que pase el tiempo, la llegada de una nueva frase que alimente mi espera, recorriendo sus palabras varias veces como haría con su cuerpo si lo tuviera enfrente.
Siempre contesta. Habla de deseo. Dice todo. Algo lo seduce al punto de perder el control de sus palabras. Se frena. No firma. No escribe su nombre. No se hace cargo de su deseo enloquecedor, de sus ganas de partirla en una mesa de ese aula del pasado, de morder su senos chicos lentamente, hasta morir abrazado a su ternura pequeña. Sus frases son respetuosas, temerosas. Mide sus palabras. Dice y no dice. Llora entre líneas.
Todo se remonta a aquella época, en la que se iluminaban los días en la facultad. Mirada y sonrisa. Silencio. Como profesor, se regía por las reglas de la institución.
Mi madre entra a la habitación mientras escribo. Sabe que hago algo prohibido. No sabe que escribo sobre un hombre apenas seis años menor que ella. Esa es mi perversión. La presiente. Por eso se instala. Debo ser solo de ella. Ni siquiera de mi padre. Ni de otro. Solo suya.
De pronto la pasión hace laguna. No se deja llevar. Se detiene y pregunta. A quién le escribe. A una niña. A una mujer. A alguien que vivió la mitad de su vida. Que no sabe nada. Que no sabe de amor. Y se desgarra. Se apasiona otra vez. Con su cuerpo frágil. Su mirada asechante. Y la besa, la desnuda muy lento. Y huele su cuerpo dulce. De niña. Y penetra a la mujer. La hace mujer. En su fantasía.
Yo me siento perdida. Su cuerpo se me representa enorme. Como un monumento. Se me ocurre pensar que no entraría en mi cuerpo. Que no sabría como actuar cuando, extenuado por la exitación, sus ojos saltones se cerraran de golpe y murmurara su boca hermosa de placer. Entonces me silencio. Dejo pasar los días. Me enfermo. De amor. Imposible.
Me dice que muere con mi silencio.
No respondo. Le hablo de otra cosa, de mi angustia. De que perdí mi voz, me la robaron, la abandone en algún deseo de otro. Y él me acusa. Me reprueba. Por no considerarlo. Por hablar sólo de mi. Me increpa: Quién me hizo creer la estupidez de que la voz fuera mía? Me perfora. Lo Deseo.
Quiere verme. Tanta sinceridad me aterra. Nunca lo veré. Ni siquiera cuando reconozca que lo deseo. Le cuestiono qué quiere de mi, por qué me busca tan intrépidamente. Responde que quiere todo. Como hasta en lo más mínimo. No comprendo.
Hace pinturas. Desearía que me pinte desnuda. Que me estuviera pintando en este momento en que escribo sobre él. Que me imagine al hacer los trazos. Me gustaría posar para él. Que me mire detrás del atril, que me desee en esa pequeña distancia. Provocarlo.
Entonces le escribo. Que no. Que jamás sucedería.

1 comentario:

  1. cada vez mas sorprendido una y otra vez mas, tengo la necesidad de agradecerte que estes entre nosotros los humildes mortales,hoy llegue al blog y me tome el tiempo de leer los acordes pasados a letras ,quede completamente fascinado.
    es imposible no adorarle personajillo salido de un mundo ideal.
    las estimo mucho ,saludos esteban dickstein

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